San Sebastián 2018: Belmonte

sábado, octubre 20, 2018 0 Comments A+ a-

En el plano de apertura de Belmonte un movimiento de cámara nos muestra una escultura que representa lo que parece ser una familia común –formada por padre, madre e hija– y, a cierta distancia, un toro que no se sabe muy bien si supone algún tipo de amenaza ni si puede actuar como elemento desestabilizador de esa aparente felicidad. En esta ocasión no hará falta hacer uso del montaje para llegar al contraplano de la mencionada imagen: la cámara sigue su trayectoria y encontramos a Belmonte mirando embobado la obra, haciendo tiempo mientras espera al marido de una clienta con el que tiene una cita para enseñarle unos cuadros. El prolongado movimiento de cámara presenta al protagonista muy alejado de la escultura, y muy pronto sabremos el significado de su mirada: está separado y su ex mujer espera un hijo de su pareja actual, mientras que no pasa con su hija todo el tiempo que le gustaría, por eso va al colegio a observarla en la hora del recreo. Nada parece irle bien a este artista, un modesto pintor de mediana edad que se prepara para la inauguración de su nueva exposición. 


El crecimiento de Federico Veiroj como cineasta se percibe a partir de prácticamente todas y cada una de las decisiones formales que toma en el filme, cuya estética parece directamente influenciada por la obra artística de Belmonte. El cromatismo y la iluminación de las escenas, el plasticismo de las imágenes, remiten a un mundo onírico que podemos identificar como la desequilibrada mente del protagonista, y la puesta en escena lo transmite todo con suma eficacia, actuando casi como una construcción mental. Quizá la crisis existencial que atraviesa Belmonte no sea más que su miedo a afrontar los problemas de la adultez. No es casualidad que el negocio de su familia sea una peletería, ni que el primer encuentro con su hermano se produzca en una cámara frigorífica cubierto con un abrigo de piel.


Poco a poco la propuesta va adquiriendo un cariz onírico que su estética anticipaba, y las secuencias, prácticamente en su totalidad dolorosa y absurdamente reales, remiten a la atmósfera de El apóstata. El Gonzalo Delgado de Belmonte guarda cierto parecido con el Álvaro Ogalla de aquella, y el humor nace también a partir de sus comentarios y ocurrencias, aunque tiende a corregirlos para evitar situaciones incómodas. Se encuentra estancado en todas las facetas de su vida, como si aún tuviera dentro al niño que un día fue y no pudiera desprenderse de él y adecuarse a su cuerpo, y lo único que le mantiene con un pie en el suelo es la existencia de su hija Celeste, que a su vez espera con temor el nacimiento de su hermano pequeño por las consecuencias que puede traer consigo.


La película no cuenta con un hilo narrativo al uso ni nada similar, sino que va perfilando la matizada descripción del personaje que le da nombre hasta el final de su proceso vital, y todos los elementos caminan en una misma dirección: los insertos musicales, los desplazamientos horizontales de la cámara y la interacción de Belmonte con sus semejantes ayudan a desarrollar su dramática y absurda situación. Algunas de sus escenas comienzan con planos muy cortos de los personajes y con planos detalle, prestando especial atención a lo particular, y posteriormente muestran una imagen más general del momento en cuestión, reflejando así las barreras de Belmonte: está obsesionado con ciertas cosas y eso deviene en la imposibilidad de mirar más allá y de fijarse en todo aquello que sus ojos alcanzan a ver, incluso en la realidad de su vida y el origen real de su estancamiento. De nuevo, la dirección de Veiroj aprovecha la idiosincrasia del personaje para darle forma a su película, repleta de gestos bellos y tan simple y pura como la mirada de Celeste.

San Sebastián 2018: Nuev@s Director@s (2)

martes, octubre 16, 2018 0 Comments A+ a-

Tras dedicarle una entrada totalmente innecesaria a la nefasta Neon Heart, es hora de poner punto y final a la cobertura de la sección Nuev@s Director@s con este texto, el cual dedicaremos a los tres últimos títulos de la misma que pudimos ver en el festival.


Breeze, ópera prima de Kun Yang, realiza un retrato bastante detallado y convincente del núcleo familiar en la sociedad china. Tras más de treinta años viviendo en Pekín, Yu Zhao, que después de jubilarse dedica su vida a poco más que ayudar a su hijo en casa y cuidar a su nieto, decide regresar a Yunnan, su ciudad natal. Lo que no imagina es que empezar una nueva vida, retomar todo aquello que anhela y que ha perdido por culpa de tanto tiempo dedicado al trabajo y a la familia, será poco menos que imposible: sus familiares lo reciben con total indiferencia, cuando no considerándolo un estorbo, y sus amigos de la juventud han pasado a tener vidas muy distintas o directamente ya no están. Todo eso, retratado desde la más absoluta cotidianidad, es prácticamente lo único que tiene para transmitir esta propuesta plana y carente de emoción, así como inoperante en el plano cinematográfico –el trabajo con la imagen es mínimo, y su significado es siempre unívoco–. En cuanto a esa lectura nada complaciente de la familia china casi como una institución, con una clara crítica hacia una descendencia egoísta, aprovechada y desagradecida, su resultado no es el deseado por culpa de un dibujo de personajes maniqueo y unidimensional. Eso sí, al menos quedará para el recuerdo su inesperado plano de cierre: unos fuegos artificiales que iluminan la noche tras un trágico y narrativamente oportuno desenlace.


Quizá la gran sorpresa de la sección fue la rumana Un hombre como Dios manda. En parte por su título traducido al castellano, que da a entender que entre los planes de alguna distribuidora se incluye el de estrenarla en salas de nuestro país, pero sobre todo por una calidad y una solidez impropias de un primer largometraje. Su irreprochable acabado formal y su precisión narrativa sitúan al debut de Hadrian Marcu a la altura de los trabajos más punteros de sus compatriotas rumanos, muchos de ellos aplaudidos y premiados en diversos festivales internacionales. El experimentado director de cortometrajes ha alcanzado con una sola película de larga duración prácticamente lo mismo que sus colegas a lo largo de sus respectivas y prolongadas carreras. Como imagino que mis palabras van a sonar exageradas, a continuación trataré de explicar por qué valoro tan bien la categoría de un cineasta cuyo nombre habrá que tener en cuenta a partir de ahora. Teniendo en cuenta que el cine rumano actual no es precisamente original y que la mayoría de sus películas tienen en común muchísimos elementos, de estilo pero también temáticos e incluso anímicos, Marcu logra quedarse con lo mejor y desechar lo peor en su debut. Mientras logra esquivar los Grandes Temas y se aleja de cierta grandilocuencia formal, empleando el plano largo  –en movimiento o estático– con eficacia y utilidad narrativa, construye un personaje complejo y lleno de matices y determina su evolución a través de los espacios que transita una y otra vez en el transcurso del filme. El protagonista es Petru, un entrañable y aparentemente inocente ingeniero de perforación que está a punto de casarse con su novia Laura, que espera un hijo suyo y es enfermera en el hospital en el que ingresan a Sonia, la mujer de un compañero de trabajo de Petru con la que se deja entrever que este mantuvo algún tipo de relación, tras  sufrir un accidente de tráfico. Sin aportar nunca más información de la necesaria, el cineasta logra llevar a buen puerto este extraño triángulo del que más que una conclusión o un final extrae una meritoria y contundente construcción dramática. Destacar también el fino humor con el que se adornan los pocos momentos de ingenua felicidad que atraviesa el personaje, definiendo a la perfección el carácter contradictorio de tan singular ser humano.


Fue una lástima tener que despedirnos de Nuev@s Director@s con la fallida y nada interesante Cold November, cuyo atractivo se reduce a algo tan superficial como su procedencia kosovar. Ambientada a principios de los 90, cuando el gobierno yugoslavo disolvió la autonomía de Kosovo, disolvió su Parlamento y cerró la televisión nacional, la película sigue a un padre de familia que no quiso unirse a las manifestaciones pacíficas para no renunciar al bienestar familiar, pero lo hace desde una perspectiva maniquea que impide un mínimo de identificación con los hechos narrados. Tampoco ayuda una indefinición tonal que no logra sino evidenciar que nos encontramos ante una ópera prima visualmente correcta e inmediatamente olvidable.

San Sebastián 2018: El reino

lunes, octubre 08, 2018 0 Comments A+ a-

A estas alturas se ha escrito mucho –y seguro que muy bueno– sobre El reino, por aquello de haber sido estrenada en cines y por tratarse de una de las apuestas más fuertes de la cosecha nacional en 2018. De lo que no se ha escrito demasiado es de lo contradictoria que resulta en tanto película sobre la corrupción política en nuestra querida España. Quiero decir, que Cristina Cifuentes publique una foto con Antonio de la Torre en redes sociales deshaciéndose en elogios hacia la cinta debería, cuando menos, sembrar la duda. Y, por lo poco que he tenido ocasión de leer, ese gesto ha sido recibido como algo natural; tan natural como que un partido archiconocidamente corrupto salga una y otra vez como el más votado por los ciudadanos.


Aunque por aquí estamos totalmente en contra de la nada reflexiva y facilona solución de culpar a los ciudadanos, más propia de los gobernantes que de un cineasta, la idea más abyecta del filme se basa en ese peligroso principio: una vuelta mal dada es escenificada de tal manera –mediante planos detalle y primeros planos del rostro del ladrón– que sitúa a la gente de a pie a la misma altura que al protagonista o a cualquiera de sus compañeros de partido. Después de ese detalle, digno del peor Ruben Östlund, y de las múltiples ocasiones en que se trata de reforzar de un modo u otro el argumento de que todo está podrido –se hace referencia en más de una ocasión al sistema como mal endémico y origen de todo, así como, pese a la renuncia expresa de poner nombre y apellidos al partido implicado y a la Comunidad Autónoma en que se desarrolla la trama, se pone en boca de un personaje un precioso “hay gente de todos los partidos” al revisar una de esas famosas libretas incriminatorias–, o de que, a fin de cuentas, los políticos también son seres humanos, resulta poco coherente que el retrato criminal de los mismos alcance incluso el asesinato. Lo más lógico es pensar que todos los giros del guion están confeccionados por y para el thriller, y que el realismo y la mordacidad de algunos momentos no son otra cosa que un vehículo para que funcione a la perfección esa película de ritmo adrenalínico que quiere ser El reino, situándose así la forma –en el sentido más amplio del término– por encima de cualquier discurso, hasta el punto de lograr que este acabe anulándose a sí mismo.


El reino es poseedora un aparato formal de lo más llamativo, y así se encarga de hacérnoslo saber desde su primera escena: un largo y hasta cierto punto virtuoso travelling de seguimiento que, al ritmo de una machacona música electrónica de uso indiscriminado a lo largo del metraje, nos sitúa en una amistosa comida de celebración de los miembros del partido en un restaurante costero. Otro de los problemas de su discurso, o quizá más bien un síntoma de la superficialidad con que abordan Rodrigo Sorogoyen y su coguionista habitual Isabel Peña el problema de la corrupción, es que en ningún momento intenta estudiar o comprender de qué modo los políticos son víctimas de esa maquinaria que lleva años engrasada, como dice en un momento el personaje interpretado por un desatado Antonio de la Torre. Por lo tanto, no se hace ningún hincapié en el origen de la corrupción, ni siquiera en el modo en que esta afecta a los individuos que la acaban ejerciendo en primera fila. Si en el terreno del thriller esto no tiene por qué ser un problema, en el de película sobre la corrupción se trata de uno de envergadura. Eso sí, para dar rienda suelta a la máquina de la empatía hay un par de escenas a todas luces prescindibles.


Sobra decir que, aunque decepcionante en la mayoría de aspectos, el tercer largometraje de Sorogoyen en solitario cuenta con algunos méritos de entidad. Construida desde el principio a base de largos planos en movimiento y de conversaciones muy mal planificadas en cuanto el arte del montaje entra en juego, la película se libera por completo en su último tramo, cuando el camino de supervivencia a seguir por el corrupto protagonista se vuelve más peligroso y, por ende, espectacular. El plano secuencia pasa a ser desde ese momento el eje angular sobre el que pivota la narración, y las limitaciones escénicas del cineasta madrileño se convierten en una simple anécdota, que demuestra manejarse mucho mejor en el disparate y la grandilocuencia que en ese falso y forzado naturalismo del que tanto le gusta hablar. Después de un tramo trepidante y vertiginoso, ya sin ataduras políticas y sin la más mínima posibilidad de profundizar, la escena de cierre reafirma las contradicciones discursivas de un filme blando y superficial: un violento y efectista intercambio de opiniones en un directo televisivo entre Bárbara Lennie y Antonio de la Torre. No por casualidad ambos discursos fueron fervientemente aplaudidos por los acreditados presentes en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián, creando una indignante sensación de ambigüedad. Si el poder protege al poder, a Sorogoyen no parece incomodarle mucho. ¡Que viva Atresmedia!

PD: Albert Rivera ha publicado este maravilloso tweet mientras escribía el texto.

San Sebastián 2018: Neon Heart

domingo, octubre 07, 2018 0 Comments A+ a-

Pocas palabras se merece la danesa Neon Heart, con muchísima diferencia la peor película de la muestra (Nuev@s Director@s), la típica que sólo puede ser defendida desde la más delirante paja mental. Como tantos otros cineastas europeos de la actualidad, el danés Laurits Flensted-Jensen pretende reflejar la alarmante crisis de valores que afrontan los jóvenes de su país, quién sabe si causa o consecuencia de una crisis económica global. Aunque la tesis sea clara, la indefinición de la que hace gala el cineasta dificulta en ocasiones comprender el alcance y las implicaciones de su propuesta, en la que su cámara persigue el ahora inmediato de tres jóvenes personajes: Laura, que regresa a su hogar tras probar suerte en el mundo del porno en Estados Unidos y que, como muestra de su arrepentimiento, intenta quitarse un tatuaje relacionado con dicho pasado; Niklas, exnovio de Laura y adicto en fase de rehabilitación que trabaja como voluntario cuidando a dos chicos con síndrome de Down; y Frederik, el hermano menor de Niklas, que se encuentra en fase de prueba para convertirse en miembro de la banda más malvada del barrio, por lo que deberá intimidar a vagabundos e intentar robar a homosexuales en plena zona de cruising. Esas serán sus ocupaciones a lo largo de la corta pero intensa película, pues también se le ocurre irse de putas pero no tiene dinero para ello. 


Para comprender mejor el alcance de esta sandez procedo a ejemplificar algunas de las ocurrencias de su director y guionista. ¿Qué mejor manera de conocer el pasado de Laura que introducir explícita e injustificadamente tres insertos de los vídeos porno rodados por ella, además en momentos de lo más aleatorios? Seguro que en la mente de un psicópata esta solución es brillante, un verdadero prodigio de narración cinematográfica. Y eso por no hablar de la deplorable escena en que la joven es acosada por un antiguo paciente suyo discapacitado, subrayada con un humillante “te he estado viendo”. Por otro lado, es admirable la construcción del núcleo dramático de la trama de Niklas, que le prepara un combo irresistible a los chicos con síndrome de Down en la tarde que pasan a su cargo: visita a la abuela, puticlub y parque de atracciones. Como leen. Pero, eso sí, todo preparado con muy buena voluntad, hasta el punto de que se nos obliga a empatizar con los actos de este pirado. La parte positiva de este quilombo es una maravillosa escena que justifica por completo el visionado de la cinta, en la que Niklas prepara a sus compañeros para que no metan la pata y evitar así que alguien se entere de su fugaz e irresponsable visita al prostíbulo. En ella, el maduro y lúcido cuidador les repite cientos de veces que digan “hemos ido al parque de atracciones, hemos comido una hamburguesa y luego hemos visto Batman en el cine”. Desternillante. Casi tanto como las funestas consecuencias que tendrá dicha escapada.


Todo lo expuesto en el párrafo anterior es más un intento de representar en palabras la película misma que de criticar su muy discutible existencia, pero es realmente difícil tomarse en serio una obra que para reflejar el estado de las cosas desde un punto de vista extrañamente cercano se tome tantas molestias en negar una segunda oportunidad, una simple vía de escape, a cada uno de sus personajes. No sé muy bien qué hago escribiendo esto, pero ya es demasiado tarde para no publicarlo.

San Sebastián 2018: Nuev@s Director@s (1)

viernes, octubre 05, 2018 0 Comments A+ a-

Habiendo hablado ya de los tres títulos españoles que han participado esta edición en la sección Nuev@s Director@s, generalmente la más floja del festival –obviando aquellas a las que no solemos acercarnos–, toca hacer balance y comentar nuestras impresiones de la misma. Aunque gran parte de este apartado conformado por primeras y segundas películas sigue ocupado por producciones entre insustanciales y bochornosas, la realidad es que su nivel medio ha crecido exponencialmente, situándose al nivel de secciones copadas por obras con firmas de renombre. Si en años anteriores la elección de un filme cualquiera de Nuev@s Director@s era un fracaso asegurado, ahora, en el peor de los casos, existe alguna duda, y eso es algo que debemos celebrar.


A riesgo de realizar un recorrido arbitrario y caprichoso por la sección, el itinerario a seguir no será otro que el orden mismo de los visionados. Este criterio nos obliga a comenzar por Midnight Runner, sin ningún atisbo de duda una de las peores integrantes de la sección, y un ejemplo inmejorable del tipo de trabajos que años anteriores encontrábamos un día tras otro en ella. Jonas Widmer, un joven corredor suizo especializado en las carreras con armas, una noche cualquiera decide robarle el bolso a una chica por la calle. Ese acto –a priori esporádico– se termina convirtiendo en rutina, y la única explicación posible que ofrece el debutante Hannes Baumgartner es el trauma que sufre el protagonista derivado de la reciente muerte de su hermano, idea en la que se incide en aproximadamente una de cada cinco escenas de la película –unas veces a través de aleatorios y perturbadores flashbacks, otras mediante las anodinas y repetitivas conversaciones que mantiene con su novia y con su madre–. Aunque se agradece la renuncia a racionalizar las acciones de este curioso e incipiente criminal, la fragilidad del relato en todas sus vertientes y el nulo interés de la puesta en imágenes de Baumgartner hacen de esta Midnight Runner una continua e interminable huida hacia adelante. Lo que sorprende por encima de todo es la monotonía narrativa que resulta de un entramado tan original y disparatado, por mucho que la historia esté basada en hechos reales.


Los planos de la japonesa Jesus (Boku wa lesu-sama ga kirai, 2018) están compuestos –sin excepción– con encanto y también con cierto talento. La armonía se instala en sus imágenes desde el término de la escena introductoria: un hombre de avanzada edad agujerea con el dedo la pared de una habitación. Tiempo después tendrá lugar en esa misma habitación una conversación determinante para comprender el alcance dramático de la propuesta, casi siempre escondido tras su aparente ligereza: la abuela de Yura, el joven protagonista, le cuenta a este que su abuelo, recién fallecido, se dedicaba a realizar los agujeros que hay en la pared. Probablemente sea muy osado darle un carácter metafórico a tan banal y estúpida acción, pero la realidad es que la barrera que separa la vida de la muerte es muy fina, y es un tema que Hiroshi Okuyama ha querido tratar en su debut desde una óptica muy personal y decididamente atrevida. Yura, recién desplazado a una población rural para hacer compañía a su abuela tras la ya comentada muerte de su abuelo, debe acostumbrarse a las rutinas de su nuevo colegio católico. El pequeño no alcanza a comprender por qué a determinada hora de la mañana sus compañeros y su profesor se ponen a rezar Biblia en mano. Pero todo cambiará cuando, inesperadamente, una pequeña figura de un Jesucristo muy moderno se le aparezca y le permita cumplir todos sus deseos. El camino que se abre a partir de ahí posibilita, por una parte, múltiples situaciones de absurdo humor visual –los momentos más delirantes de una, por lo demás, sobria propuesta–, y por otra, una sencilla reflexión acerca de lo quebrantable que es la fe. Pese a ser algo irregular y a contar con decisiones harto cuestionables, Jesus es tan apreciable como el inesperado plano subjetivo que pone su cierre: la cámara se eleva y el sentimiento infantil es reemplazado por la mirada del cineasta, que quizá no sea más que la certificación del paso del tiempo.


De vacío y relamido argumento, de situaciones trilladas y descripción social insustancial, Les Météorites gana interés por la sencilla pero armoniosa y detallista puesta en escena del debutante Romain Laguna. Sus coloridos y vistosos encuadres en 4:3 esquivan siempre los peligros de la escasez de aristas de todas y cada una de sus problemáticas, dejando la profundidad psicológica y discursiva para prestar completa atención al viaje iniciático de la protagonista. Aunque al principio lo más interesante de su día a día sean las carreras matinales para coger el autobús a tiempo y no llegar tarde al trabajo  –es taquillera en una especie de parque temático donde se exponen dinosaurios–, la inesperada aparición de un meteorito que sólo ha visto ella condicionará su vida y el devenir del relato. Laguna nos dirige por un camino singular, imprevisible e irregular, pero su ópera prima cuenta con la virtud de lo espontáneo y también con la poderosa y sincera interpretación de Zéa Duprez. Interesante descubrimiento.


No hay mejor palabra que intuición para definir una película como Julia y el zorro. En lugar de lanzar preguntas con sus obligadas respuestas o de construir discursos vacíos, Inés María Barrionuevo afronta la cuestión del duelo en su segundo largometraje desde la más pura intuición. Tras la repentina muerte de su marido, Julia, una actriz retirada que roza la cincuentena, viaja junto con su hija a una casa de campo que debe poner en condiciones para su posterior venta. Dicho escenario propicia que la mayoría de escenas estén filmadas con una notoria falta de luz, y la fotografía de Ezequiel Salinas se encarga de equilibrar esa constante ausencia de iluminación. La reclusión de madre e hija se acentúa con sus salidas en la noche o cuando el sol ya ha desaparecido. Sin embargo, a través de una fábula se introduce un elemento que representa el final del camino, la luz al final del túnel: un zorro que aparece como contraste fantástico a una oscura realidad. El recorrido a afrontar por la protagonista está repleto de baches, y un intuitivo montaje diversifica con claridad y precisión un duelo que debe ser superado paso a paso, pasando por todas las fases necesarias. Enérgica y contradictoria, quizá algo excesiva a la hora de reforzar algunos sentimientos desde el guion, Julia y el zorro es un grandísimo paso adelante en la prometedora carrera de Inés María Barrionuevo.

San Sebastián 2018: El cine español de Nuev@s Director@s

lunes, octubre 01, 2018 0 Comments A+ a-

Como viene siendo costumbre, la sección Nuev@s Director@s ha contado con una notable participación española en esta edición del Zinemaldia. Además, algunas de sus producciones se encuentran entre lo más destacado de la muestra. 

Las imágenes y el montaje de Oreina (Ciervo), primer largometraje de ficción del hasta ahora documentalista Koldo Almandoz, transmiten una paz que resulta difícil de encontrar incluso en las obras de los autores de mayor renombre que se han visto durante el festival. Es cierto que la cohesión de todos sus elementos es algo frágil, que quizá el cineasta vasco peque de inexperto y no aproveche todo el potencial narrativo de su talento visual, pero resulta conmovedor su retrato de personajes  a partir de gestos y acciones cotidianas, del propio discurrir de la vida en ese bello entorno rural. Todo lo que muestra y encierra la película es convencional, sencillo y universal, pero el calmado y oportuno ritmo de la narración se traduce en un armonioso viaje que contrasta notablemente con el cinismo y la crueldad que tan a menudo pueblan las imágenes de los títulos de esta sección. Qué agradable sorpresa.


No sorprende tanto el impacto que causa en esta sección la inclusión del nuevo trabajo de Elías León Siminiani, un cineasta que por trayectoria podría haber estado en algún apartado de mayor entidad. Aunque, si hablamos de entidad, el espíritu de la propuesta casa bastante bien con el carácter novedoso o amateur de las películas aquí presentadas. Como buen amante del cine de atracos, Elías se interesó muchísimo allá por el año 2013 por ‘El Robin Hood de Vallecas’, cuando fue detenido después de llevar a cabo siete robos con su banda por la red subterránea de Madrid. Así, la película nos muestra el proceso desde que Elías decidió contactar con él hasta inicios de este mismo año, cuando la producción ya estaba a punto de llegar a su fin. El trabajo es entretenido e interesante en la medida que lo es el material con el que cuenta y el personaje real que nos ocupa, pero su superficialidad impide que pase de lo anecdótico. Las pocas ideas de esta Apuntes para una película de atracos –el cambio de narrador y el paralelismo entre las vidas familiares− fracasan de esta manera por el escaso interés de su ejecución.


Muchas menos razones para perdurar en la memoria ofrece el debut de Celia Rico Clavelino, Viaje al cuarto de una madre. El transcurso del tiempo en la narración es mostrado de forma errática, así como el distanciamiento emocional respecto a los personajes a través del montaje y de los encuadres nos sitúa en una posición un tanto frustrante. ¿Acaso existe un mínimo de coherencia interna entre las labores de Celia Rico y las de Fernando Franco y Santiago Racaj? La sensación que transmite esta ópera prima es de indiferencia absoluta, algo inequívocamente negativo cuando, después de todo, el drama familiar tiende hacia lo positivo; las ideas de la directora, pese a los altibajos y a los tropiezos que sufren sus personajes, están mucho más cerca de la luz que de la oscuridad. La conclusión es que algo falla en el interior de esta propuesta, y que ni siquiera se puede alabar su sencillez o celebrar con reservas su convencionalismo o la calidez de un relato más hondo de lo que parece. La cámara observa y nosotros lo hacemos a través de ella, pero nunca invita a que vayamos más allá y escarbemos en sus –por lo general– insulsas imágenes, y confía todo su potencial a las prestaciones de su atractivo dúo protagonista.