Festival de San Sebastián 2021: El gran movimiento

miércoles, septiembre 29, 2021 0 Comments A+ a-

Me senté en mi comodísima butaca asignada aleatoriamente de Tabakalera ―indiscutiblemente la mejor sala que haya pisado jamás― con ganas de ver El gran movimiento pero sin demasiadas expectativas. Viejo calavera, el primer largometraje de Kiro Russo, apenas logró interesarme pese a retratar de forma sugerente e hipnótica la comunidad minera de Chuachuani. Minutos más tarde, el cineasta concluyó la presentación de la película con una frase tan decididamente lolesca”espero que disfruten de este CINE que van a ver”― que mi mente automáticamente decidió el tuit que escribiría al salir de la sesión ―”El gran movimiento es un kiro y no puedo”―. Pensé que había que ser muy sinvergüenza para referirse en esos términos a la película de uno mismo, pero ahora el sinvergüenza soy yo, escribiendo este texto para intentar hacer justicia a una obra que se inscribe en la trayectoria misma del séptimo arte para atravesarla de arriba abajo ―y de abajo arriba al mismo tiempo― y demostrar que, afortunadamente, en el cine está todo por decir.

Elder Mamani y algunos de sus colegas pierden su trabajo como mineros en Huanani y emprenden un viaje de siete días a pie hasta La Paz para participar en una manifestación. Entretanto, Russo realiza un minucioso recorrido por la capital boliviana a partir de unas panorámicas que ponen en relieve la conflictiva arquitectura de la ciudad, combinando imágenes de edificios de la clase acomodada con otras de las zonas más pobres; un choque entre dos realidades que culmina, justo después de mostrarse el título de la película, con un barrido horizontal que pone en primer plano el rostro de los manifestantes y certifica la vocación etnográfica del relato. El tono documental de la primera parte se encuentra siempre amenazado por una extrañeza que se cuela, en primera instancia, a través de la banda de sonido y del propio montaje, para seguidamente pervertirse, pasar a ser otra cosa distinta, inclasificable, entre la realidad y la ficción, entre el delirio y la pesadilla, con la aparición del personaje de Max, una especie de chamán o curandero que facilita la convivencia entre ambos extremos.

Esas tensiones, acentuadas por el grano de la imagen filmada en Súper 16mm, son depuradas en sendas escenas musicales ―diegética la primera de ellas, como parte de las rutinas del grupo de buscavidas encabezado por Elder; alucinada y perfectamente coreografiada la segunda, ruptura definitiva de una película que se sumerge sin remedio en el infinito y estúpido limbo que separa el cine de ficción del documental― que llevan a otra dimensión la experimentado por Kiro Russo en Viejo calavera. La enfermedad que aqueja al protagonista y sus continuos chequeos médicos, esa fiebre que no cesa y que rima involuntariamente con la actual pandemia, conducen a El gran movimiento hacia la oscuridad de la noche, a un punto en el que el tiempo se detiene y las imágenes se revelan ante nuestra mirada con toda su inocencia y pureza; una dimensión descontrolada en la que ni siquiera las habilidades de Max pueden aliviar los síntomas de Elder ni proteger a La Paz de una lluvia torrencial

Del baile de sombras y siluetas del tramo final y la iluminación imposible de ciertos planos regresamos a la realidad socioeconómica de Bolivia, al desolador pero visualmente complejo retrato de una ciudad donde su cartografía ha hecho aún más patentes las desigualdades sociales y la huella del capitalismo es imborrable. Pero El gran movimiento se sitúa siempre del lado de las personas, y Russo trabaja con la propia materia cinematográfica con la dedicación y el esfuerzo de los trabajadores de los puestos ambulantes o la de los mineros de Viejo calavera. Porque incluso en la más cruel de las realidades todo ser humano merece tomarse un respiro musical, una danza liberadora a la que, por qué no, podrían sumarse hasta los muertos. Aquí todo es posible y el cine social también puede serlo de esta manera. Y un paneo vertical puede acercarse a recorrer en su totalidad una de las ciudades más accidentadas del mundo. 

PD: Te Kiro mucho, Russo.

Festival de San Sebastián 2021: Vortex

lunes, septiembre 27, 2021 0 Comments A+ a-

Vortex es una película que se sigue entre la perplejidad y el desconcierto. Por esa misma razón, supongo, desde la crítica se ha querido interpretar como una especie de redención por parte de Gaspar Noé. Sin entrar a valorar las intenciones del cineasta ―cabría si acaso preguntarse hasta qué punto es consciente de ellas él mismo―, pongo en seria duda que el simple hecho de poner el foco en personajes ancianos al borde de la muerte y en su cotidianidad baste para hablar en esos términos de una obra cuyas formas remiten inequívocamente a su creador. La relación entre sus dos protagonistas y el propio tono del relato muy pronto se ven dominados por una caprichosa pantalla partida que no es sino seña de identidad de Noé, así como por la dinámica y arbitraria planificación, la elección del cromatismo y el desequilibrado montaje que alterna cortes y continuos cambios de distancia y perspectiva en las conversaciones con planos de larga duración para seguir a los personajes. Todas las elecciones fuerzan la conversión del material más humano con el que ha trabajado nunca en un distante ejercicio de estilo. 


Es por todo ello que, antes que un lavado de imagen de su figura autoral, Vortex se configura como la puesta en imágenes o la expresión artística del incipiente conflicto entre las obsesiones del Noé pretérito y presente con otras que se presupone llegarán en algún momento.  Sin perder su personalidad, con todo lo que ello implica; pero también ―o quizás por eso mismo― incapaz de ahondar demasiado en lo estimulante y aterrador que resulta visualizar de manera ficcionada el fin de dos figuras míticas del séptimo arte como Dario Argento y Françoise Lebrun. Porque, pese a no prestarse en exceso a los dramatismos previsibles, detalles como ese hijo heroinómano ―más que probable alter ego del cineasta― o la delectación a la hora de filmar algunos de los últimos pasos de sus personajes ―más innecesaria dada la distancia clínica con la que se habían registrado hasta entonces― repercuten negativamente en este relato sobre la vejez, que por lo demás tampoco apuntaba ningún tipo de excelencia ni interés más allá de la anécdota.

Que Vortex sea la película más humana de Gaspar Noé ―sería más apropiado referirnos a ella como la menos inhumana― no significa que sea una justa y digna aproximación a las problemáticas de la vejez ni que haya que entenderla como una apropiada reflexión sobre la muerte. De hecho, la propuesta queda ahogada por su propio concepto, y ni siquiera queda justificado el empleo de la polivisión cuando, en el tramo final, se adoptan dos decisiones que desechan toda la funcionalidad narrativa que, en un improbable acto de fe, se le podían atribuir a su utilización. La película más humana de Noé, ni es mejor que el resto ―al menos no significativamente― ni destaca por su humanismo en cualquier contexto que no sea el de su filmografía; es, sencillamente, una nueva exhibición de ego autoral que descoloca por distanciarse en lo referente al contenido de la sordidez de su obra anterior. Su largo metraje se digiere con la misma facilidad con la que olvidaremos que el amigo Gaspar tuvo una vez la deferencia de hacer una película sobre personas.