Festival de San Sebastián 2022: Walk Up

sábado, octubre 08, 2022 0 Comments A+ a-

Una vez más me siento obligado (por inercia, pero también porque de momento es la única película de verdad que he visto en San Sebastián) a quedar en evidencia ante Hong Sang-soo, ante una forma de hacer y entender el cine que cada vez deja en peor lugar a quienes tratamos de poner en palabras lo que él muestra tan fácilmente con imágenes y unas pocas elipsis. Hasta ahora todas sus películas participaban de un diálogo infinito entre unas y otras dentro de un universo estructural y temático. En Walk Up, que por momentos parece superar la sencillez y transparencia de In Front of Your Face, se integra todo ese diálogo con una organicidad que descoloca. Mientras se produce esa subida que da nombre a la película, Hong retrocede en su filmografía y recupera elementos que su cine había ido perdiendo con el tiempo, o que como poco había ido minorando su importancia.

La narración de Walk Up avanza linealmente, pero las oportunas y a priori desconcertantes elipsis (ahora sí, antes también) permiten que cada secuencia se construya y exista dentro de un mundo de posibilidades infinitas cercado por las paredes de un solo edificio. Todo es perfectamente lógico y al mismo tiempo cuestionable. Sin diálogos especialmente inspirados, sin ahondar en los importantes temas que habían aparecido en sus últimas películas, Walk Up es una película fascinante. Ni las abyectas zarpas del Zinemaldia han podido con ella.

Festival de San Sebastián 2022: Chevalier noir

miércoles, octubre 05, 2022 0 Comments A+ a-

A través de un sumamente equilibrado y extenso en duración plano en movimiento observamos a un joven despedirse de tres ancianas en lo que suponemos es una residencia de mayores. El plano cogotero se abre lo suficiente para adquirir un significado muy distinto al que tendría en una película cruel, en un subproducto festivalero, y podemos apreciar, además de la nuca del adolescente, el peculiar bamboleo que realiza su cuerpo al caminar. Finalmente entra en una cuarta estancia, donde se encuentra con su madre y le pregunta si se puede quedar con un bastón que acaba de agarrar, obteniendo una respuesta afirmativa. Justo a continuación, un corte nos muestra a la madre de espaldas mirando por la ventana; la cámara rectifica con sus movimientos, y cuando al fin encuentra acomodo frente al inmenso ventanal, un zoom out y una suave melodía dan entrada al título de la película.

En la siguiente escena vemos la representación misma de la despedida, del adiós, desde el punto de vista preadolescente. El coche arranca y tiene lugar un bellísimo momento. Mientras la madre conduce, Iman empieza a comer gusanitos y a compartirlos con ella ―se los introduce en la boca porque sigue al volante― en un hermoso escorzo; la madre sonríe después de que trate de darle sin demasiado éxito un sorbo al zumo que le ofrece, y el plano concluye con los brazos de Iman rodeando su cuello, en un gesto de pura emoción. En tan solo cinco minutos Emad Aleebrahim-Dehkordi logra condesar la esencia de su primer largometraje, Chevalier noir, una muestra de cine violento pero centrado en los pequeños detalles y muy cercano a sus personajes.


Nos encontramos ante una película de pequeños detalles, que parte de lo íntimo, de lo aparentemente banal, para ir desplegándose poco a poco hacia un todo orgánico. No hay aquí espacio para silencios forzados ni para dilatar innecesariamente la duración de los planos. En esta ocasión se trata de partir de la más absoluta sencillez y de la aparente falta de ambición para fundir varios tiempos en uno solo. Chevalier noir aborda ese pequeño gran paréntesis que es el duelo mediante la creación de un universo configurado por la mirada infantil; por una mirada inocente e ingenua en primera instancia, que da pie por unos minutos al cuestionamiento de cierto misterio que se genera, pero que bien pronto alcanza una madurez impropia, inesperada para ser la de un joven de dieciesiete años, por lo que el universo de la película se define y acota de forma transparente sin prestarse a juegos narrativos baratos. La ficción permite una convivencia de tiempos y personajes que otro medio tendría muy difícil alcanzar, y la puesta en escena de Emad Aleebrahim-Dehkordi se limita ―¡como si fuera poco!― a contemplar encuentros imposibles sin solución de continuidad, pues, aunque aceptemos que la ficción nos ha propuesto eso, aunque nos lo creamos, tenemos claro que es finito y que, real o figurado, llegará nuevamente el momento de la despedida.

El paréntesis debe cerrarse necesariamente en algún momento, y el trayecto a través de él es una continua lección de equilibrio y contención, de partir del detalle, del gesto, para alcanzar una cierta realidad. Eso es posible porque la cámara parece situarse en todo momento a la altura y en la posición adecuadas, como parecen serlo de una u otra manera todas las decisiones tomadas en Chevalier noir. Incluso la utilización de un arriesgado inserto musical resulta excepcional. Todo gracias al dominio que muestra el director de todos los aspectos de su película, al tono que le imprime y, sobre todo, a su empeño en respetar el movimiento de los cuerpos en el encuadre, a dejar que sean sus actores el motor de la narración. Los abrazos en esta película no significan lo mismo que los de Un monde o los de Unclenching the Fists; incluso podría decirse que aquí no significan nada, pues no surgen como respuesta a ninguna acción ni buscando una reacción concreta por parte del espectador, simplemente acompañan la emoción pura que, como señalaba en los primeros párrafos, se había logrado instaurar hábilmente en las escenas iniciales.

Festival de San Sebastián 2022: Trenque Lauquen

martes, octubre 04, 2022 0 Comments A+ a-

Me senté en mi comodísima butaca asignada aleatoriamente de Tabakalera ―indiscutiblemente la mejor sala que haya pisado jamás― con ganas de ver Trenque Lauquen pero sin demasiadas expectativas. Ostende, el primer largometraje de Laura Citarella, apenas logró interesarme pese a retratar de forma sugerente e hipnótica la comunidad minera de Chuachuani. Minutos más tarde, la cineasta concluyó la presentación de la película con una frase tan decididamente lolesca ”espero que disfruten de este CINE que van a ver”― que mi mente automáticamente decidió el tuit que escribiría al salir de la sesión ―”Trenque Lauquen arranca a trancas y barrancas”―. Pensé que había que ser muy sinvergüenza para referirse en esos términos a la película de uno mismo, pero ahora el sinvergüenza soy yo, escribiendo este texto para intentar hacer justicia a una obra que se inscribe en la trayectoria misma del séptimo arte para atravesarla de arriba abajo ―y de abajo arriba al mismo tiempo― y demostrar que, afortunadamente, en el cine está todo por decir.


Elder Mamani y algunos de sus colegas pierden su trabajo como mineros en Huanani y emprenden un viaje de siete días a pie hasta Buenos Aires para participar en una manifestación. Entretanto, Citarella realiza un minucioso recorrido por la capital de la región pampera a partir de unas panorámicas que ponen en relieve la conflictiva arquitectura de la ciudad, combinando imágenes de edificios de la clase acomodada con otras de las zonas más pobres; un choque entre dos realidades que culmina, justo después de mostrarse el título de la película, con un barrido horizontal que pone en primer plano el rostro de los manifestantes y certifica la vocación etnográfica del relato. El tono documental de la primera parte se encuentra siempre amenazado por una extrañeza que se cuela, en primera instancia, a través de la banda de sonido y del propio montaje, para seguidamente pervertirse, pasar a ser otra cosa distinta, inclasificable, entre la realidad y la ficción, entre el delirio y la pesadilla, con la aparición del personaje de Max, una especie de chamán o curandero que facilita la convivencia entre ambos extremos.

Esas tensiones, acentuadas por el grano de la imagen filmada en Súper 16mm, son depuradas en sendas escenas musicales ―diegética la primera de ellas, como parte de las rutinas del grupo de buscavidas encabezado por Laura; alucinada y perfectamente coreografiada la segunda, ruptura definitiva de una película que se sumerge sin remedio en el infinito y estúpido limbo que separa el cine de ficción del documental― que llevan a otra dimensión la experimentado por Laura Citarella en La mujer de los perros. La enfermedad que aqueja a la protagonista y sus continuos chequeos médicos, esa fiebre que no cesa y que rima involuntariamente con la actual pandemia, conducen a Trenque Lauquen hacia la oscuridad de la noche, a un punto en el que el tiempo se detiene y las imágenes se revelan ante nuestra mirada con toda su inocencia y pureza; una dimensión descontrolada en la que ni siquiera las habilidades de Max pueden aliviar los síntomas de Laura ni proteger a Buenos Aires de una lluvia torrencial

Del baile de sombras y siluetas del tramo final y la iluminación imposible de ciertos planos regresamos a la realidad socioeconómica de Argentina, al desolador pero visualmente complejo retrato de una ciudad donde su cartografía ha hecho aún más patentes las desigualdades sociales y la huella del capitalismo es imborrable. Pero Trenque Lauquen se sitúa siempre del lado de las personas, y Citarella trabaja con la propia materia cinematográfica con la dedicación y el esfuerzo de los trabajadores de los puestos ambulantes o la de los espías literatos de Ostende. Porque incluso en la más cruel de las realidades todo ser humano merece tomarse un respiro musical, una danza liberadora a la que, por qué no, podrían sumarse hasta los muertos. Aquí todo es posible y el cine social también puede serlo de esta manera. Y un paneo vertical puede acercarse a recorrer en su totalidad una de las ciudades más accidentadas del mundo.

Festival de San Sebastián 2022: Triangle of Sadness

sábado, octubre 01, 2022 0 Comments A+ a-

Triangle of Sadness es una película que se sigue entre la perplejidad y el desconcierto. Por esa misma razón, supongo, desde la crítica se ha querido interpretar como una especie de redención por parte de Ruben Östlund. Sin entrar a valorar las intenciones del cineasta ―cabría si acaso preguntarse hasta qué punto es consciente de ellas él mismo―, pongo en seria duda que el simple hecho de poner el foco en personajes ancianos al borde de la muerte y en su cotidianidad baste para hablar en esos términos de una obra cuyas formas remiten inequívocamente a su creador. La relación entre sus dos protagonistas y el propio tono del relato muy pronto se ven dominados por una caprichosa pantalla partida que no es sino seña de identidad de Östlund, así como por la dinámica y arbitraria planificación, la elección del cromatismo y el desequilibrado montaje que alterna cortes y continuos cambios de distancia y perspectiva en las conversaciones con planos de larga duración para seguir a los personajes. Todas las elecciones fuerzan la conversión del material más humano con el que ha trabajado nunca en un distante ejercicio de estilo.

Es por todo ello que, antes que un lavado de imagen de su figura autoral, Triangle of Sadness se configura como la puesta en imágenes o la expresión artística del incipiente conflicto entre las obsesiones del Östlund pretérito y presente con otras que se presupone llegarán en algún momento.  Sin perder su personalidad, con todo lo que ello implica; pero también ―o quizás por eso mismo― incapaz de ahondar demasiado en lo estimulante y aterrador que resulta visualizar de manera ficcionada el fin de dos figuras míticas del séptimo arte como Harris Dickinson y Charlbi Dean. Porque, pese a no prestarse en exceso a los dramatismos previsibles, detalles como ese hijo heroinómano ―más que probable alter ego del cineasta― o la delectación a la hora de filmar algunos de los últimos pasos de sus personajes ―más innecesaria dada la distancia clínica con la que se habían registrado hasta entonces― repercuten negativamente en este relato sobre la vejez, que por lo demás tampoco apuntaba ningún tipo de excelencia ni interés más allá de la anécdota.

Que Triangle of Sadness sea la película más humana de Ruben Östlund ―sería más apropiado referirnos a ella como la menos inhumana― no significa que sea una justa y digna aproximación a las problemáticas de la vejez ni que haya que entenderla como una apropiada reflexión sobre la muerte. De hecho, la propuesta queda ahogada por su propio concepto, y ni siquiera queda justificado el empleo de la polivisión cuando, en el tramo final, se adoptan dos decisiones que desechan toda la funcionalidad narrativa que, en un improbable acto de fe, se le podían atribuir a su utilización. La película más humana de Ostlund, ni es mejor que el resto ―al menos no significativamente― ni destaca por su humanismo en cualquier contexto que no sea el de su filmografía; es, sencillamente, una nueva exhibición de ego autoral que descoloca por distanciarse en lo referente al contenido de la sordidez de su obra anterior. Su largo metraje se digiere con la misma facilidad con la que olvidaremos que el amigo Ruben tuvo una vez la deferencia de hacer una película sobre personas