Solo el fin del mundo - La historia del hombre que no quería morir

miércoles, noviembre 30, 2016 0 Comments A+ a-

Llegado a este punto, con Solo el fin del mundo prácticamente estrenada, habría que decidirse a desterrar definitivamente los adjetivos paternalistas que desde que empezó a despuntar se llevan aplicando al trabajo tras las cámaras de Xavier Dolan. Vistos sus últimas películas, y la cantidad de éstas que lleva ya realizadas a sus espaldas, cabe preguntarse si su experiencia no es ya mayor y más íntegra que la de muchos directores que por no tener el “inconveniente” de ser jóvenes, son juzgados con otra vara, una menos severa y más complaciente, sobre todo al relacionarse las características de su cine con la edad del director en cuestión.

Probablemente no sea este el lugar para hacer una defensa de la independencia del talento cinematográfico respecto de la edad, pero sí es necesario, a mi parecer, ese pequeño apunte, para comprender que la habilidad y la particularidad con la que Xavier Dolan ha trasladado esta trágica obra de teatro a la gran pantalla no tiene en absoluto que ver con su corta edad (esto es, con una visión naif e ingenua de entender la realidad), sino con su mero talento y forma de entender el cine. Desde su primera película ha creado imágenes similares, ha tratado temas similares y ha creado, en definitiva, un estilo pictórico-argumental coherente en toda su obra. Pero esta coherencia no le ha encasillado, sino que le ha permitido explorar fronteras, no revolucionarias, pero sí sorprendentes, del formato fílmico (uso de música, proporciones de imagen, encuadres), que tal vez llegarían a la cumbre de la expresividad en Mommy, con la mítica escena de Wonderwall

En el caso de Solo el fin del mundo, Dolan se atenúa y explora formas mucho más introspectivas de describir las emociones que campan por el seno de esa disfuncional e histérica familia que protagoniza la película; mediante el uso de cercanísimos primeros planos de los rostros de los actores, estudia a fondo sus emociones; sus reacciones al hablar y al escuchar, incluso cuando no están inmersos en una conversación, sino que son meros espectadores. El éxito de esta arriesgada forma de narrar toda la película se debe, en gran parte, al extraordinario grupo de actores que la puebla, todos ellos de primerísimo nivel y que en el caso de Marion Cotillard o Gaspard Ulliel, ofrecen unas preciosas interpretaciones, perfectamente mimetizadas con lo que creo que pedían sus respectivos personajes, llenos de contradicciones y atribulaciones.

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El otro gran culpable de que funcione tan bien este cine de diálogos y primeros planos es el desolador guion, basado en una obra teatral del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce, trasladado al cine como un relato sobre la muerte (tema bastante inédito en la filmografía de Dolan) y los recuerdos. La historia aquí es la de un joven escritor que después de 12 años decide volver a ver a su familia para contarles que va a morir pronto debido a una enfermedad. La sombra de la muerte que planea sobre los personajes aquí es doble: es la del protagonista, que decide volver para confesar su enfermedad terminal, pero también la del resto de su familia, que le creían emocionalmente muerto respecto a ellos, pensando que ya no les querría visitar nunca más. Son dos formas de morir (o de vivir), la natural y aquella que se hace a través de los recuerdos, y Dolan juega con ambas para dibujar un caleidoscopio de contradicciones en el seno de cada personaje; enfrentados con su pasado y su impredecible futuro en el que, inevitablemente, tienen que incluir al resto de su familia, incluso aunque prácticamente ninguno de ellos quiera hacerlo.

La gravedad dramática es tan grande (e histérica) como en casi cualquier otra película de Xavier Dolan , y éste vuelve a encargarse de realzar las emociones mediante el uso de la música, con el que vuelve a demostrar que posee un dominio innato para implantarla en su cine de forma bastante orgánica y, sobre todo, para deconstruirla: toma una canción totalmente inofensiva, banal y mundana ,y, pulsando las teclas correctas, consigue darle un significado acorde a lo que busca (normalmente algo muy dramático o emocional), dotando a la propia canción de un significado totalmente nuevo para el oído del espectador. Lo consiguió en Mommy con Céline Dion, cuando convirtió a ese trésor national canadiense en un vals de almas solitarias y descarriadas; en Los amores imaginarios, donde una canción de electropop de The Knife se transformaba en una especie de celebración erótica del cuerpo masculino en medio de una fiesta, y, desde luego, lo consigue en Solo el fin del mundo con un par de canciones que condensan, milagrosamente, la emoción de toda una escena, pese a que éstas sean, en un principio, todo lo contrario a la música que se podría pensar que encaja en un momento (y en una película) así.

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La heterogénea mezcla de ingredientes vuelve a funcionar y se siente totalmente parte de su cine, quizá aquí con más riesgo que en otros trabajos por la inmediata gravedad de la historia que se cuenta. Solo el fin del mundo es la triste historia de un hombre que se da cuenta de que no sabe si quiere morir, y en la que Dolan da un golpe sobre la mesa en el intrincado subgénero de las adaptaciones teatrales. Permítanme finalmente una pequeña y contradictoria licencia: sacar a relucir, de nuevo, la edad de Dolan para celebrar que sea tan joven, por nada más que porque aún tendremos muchos años de su emocionante forma de hacer cine por delante.

Crítica escrita por Guillermo Martínez