Festival de San Sebastián 2022: Walk Up

Una vez más me siento obligado (por inercia, pero también porque de momento es la única película de verdad que he visto en San Sebastián) a quedar en evidencia ante Hong Sang-soo, ante una forma de hacer y entender el cine que cada vez deja en peor lugar a quienes tratamos de poner en palabras lo que él muestra tan fácilmente con imágenes y unas pocas elipsis. Hasta ahora todas sus películas participaban de un diálogo infinito entre unas y otras dentro de un universo estructural y temático. En Walk Up, que por momentos parece superar la sencillez y transparencia de In Front of Your Face, se integra todo ese diálogo con una organicidad que descoloca. Mientras se produce esa subida que da nombre a la película, Hong retrocede en su filmografía y recupera elementos que su cine había ido perdiendo con el tiempo, o que como poco había ido minorando su importancia.

La narración de Walk Up avanza linealmente, pero las oportunas y a priori desconcertantes elipsis (ahora sí, antes también) permiten que cada secuencia se construya y exista dentro de un mundo de posibilidades infinitas cercado por las paredes de un solo edificio. Todo es perfectamente lógico y al mismo tiempo cuestionable. Sin diálogos especialmente inspirados, sin ahondar en los importantes temas que habían aparecido en sus últimas películas, Walk Up es una película fascinante. Ni las abyectas zarpas del Zinemaldia han podido con ella.

Festival de San Sebastián 2022: Chevalier noir

A través de un sumamente equilibrado y extenso en duración plano en movimiento observamos a un joven despedirse de tres ancianas en lo que suponemos es una residencia de mayores. El plano cogotero se abre lo suficiente para adquirir un significado muy distinto al que tendría en una película cruel, en un subproducto festivalero, y podemos apreciar, además de la nuca del adolescente, el peculiar bamboleo que realiza su cuerpo al caminar. Finalmente entra en una cuarta estancia, donde se encuentra con su madre y le pregunta si se puede quedar con un bastón que acaba de agarrar, obteniendo una respuesta afirmativa. Justo a continuación, un corte nos muestra a la madre de espaldas mirando por la ventana; la cámara rectifica con sus movimientos, y cuando al fin encuentra acomodo frente al inmenso ventanal, un zoom out y una suave melodía dan entrada al título de la película.

En la siguiente escena vemos la representación misma de la despedida, del adiós, desde el punto de vista preadolescente. El coche arranca y tiene lugar un bellísimo momento. Mientras la madre conduce, Iman empieza a comer gusanitos y a compartirlos con ella ―se los introduce en la boca porque sigue al volante― en un hermoso escorzo; la madre sonríe después de que trate de darle sin demasiado éxito un sorbo al zumo que le ofrece, y el plano concluye con los brazos de Iman rodeando su cuello, en un gesto de pura emoción. En tan solo cinco minutos Emad Aleebrahim-Dehkordi logra condesar la esencia de su primer largometraje, Chevalier noir, una muestra de cine violento pero centrado en los pequeños detalles y muy cercano a sus personajes.


Nos encontramos ante una película de pequeños detalles, que parte de lo íntimo, de lo aparentemente banal, para ir desplegándose poco a poco hacia un todo orgánico. No hay aquí espacio para silencios forzados ni para dilatar innecesariamente la duración de los planos. En esta ocasión se trata de partir de la más absoluta sencillez y de la aparente falta de ambición para fundir varios tiempos en uno solo. Chevalier noir aborda ese pequeño gran paréntesis que es el duelo mediante la creación de un universo configurado por la mirada infantil; por una mirada inocente e ingenua en primera instancia, que da pie por unos minutos al cuestionamiento de cierto misterio que se genera, pero que bien pronto alcanza una madurez impropia, inesperada para ser la de un joven de dieciesiete años, por lo que el universo de la película se define y acota de forma transparente sin prestarse a juegos narrativos baratos. La ficción permite una convivencia de tiempos y personajes que otro medio tendría muy difícil alcanzar, y la puesta en escena de Emad Aleebrahim-Dehkordi se limita ―¡como si fuera poco!― a contemplar encuentros imposibles sin solución de continuidad, pues, aunque aceptemos que la ficción nos ha propuesto eso, aunque nos lo creamos, tenemos claro que es finito y que, real o figurado, llegará nuevamente el momento de la despedida.

El paréntesis debe cerrarse necesariamente en algún momento, y el trayecto a través de él es una continua lección de equilibrio y contención, de partir del detalle, del gesto, para alcanzar una cierta realidad. Eso es posible porque la cámara parece situarse en todo momento a la altura y en la posición adecuadas, como parecen serlo de una u otra manera todas las decisiones tomadas en Chevalier noir. Incluso la utilización de un arriesgado inserto musical resulta excepcional. Todo gracias al dominio que muestra el director de todos los aspectos de su película, al tono que le imprime y, sobre todo, a su empeño en respetar el movimiento de los cuerpos en el encuadre, a dejar que sean sus actores el motor de la narración. Los abrazos en esta película no significan lo mismo que los de Un monde o los de Unclenching the Fists; incluso podría decirse que aquí no significan nada, pues no surgen como respuesta a ninguna acción ni buscando una reacción concreta por parte del espectador, simplemente acompañan la emoción pura que, como señalaba en los primeros párrafos, se había logrado instaurar hábilmente en las escenas iniciales.

Festival de San Sebastián 2022: Trenque Lauquen

Me senté en mi comodísima butaca asignada aleatoriamente de Tabakalera ―indiscutiblemente la mejor sala que haya pisado jamás― con ganas de ver Trenque Lauquen pero sin demasiadas expectativas. Ostende, el primer largometraje de Laura Citarella, apenas logró interesarme pese a retratar de forma sugerente e hipnótica la comunidad minera de Chuachuani. Minutos más tarde, la cineasta concluyó la presentación de la película con una frase tan decididamente lolesca ”espero que disfruten de este CINE que van a ver”― que mi mente automáticamente decidió el tuit que escribiría al salir de la sesión ―”Trenque Lauquen arranca a trancas y barrancas”―. Pensé que había que ser muy sinvergüenza para referirse en esos términos a la película de uno mismo, pero ahora el sinvergüenza soy yo, escribiendo este texto para intentar hacer justicia a una obra que se inscribe en la trayectoria misma del séptimo arte para atravesarla de arriba abajo ―y de abajo arriba al mismo tiempo― y demostrar que, afortunadamente, en el cine está todo por decir.


Elder Mamani y algunos de sus colegas pierden su trabajo como mineros en Huanani y emprenden un viaje de siete días a pie hasta Buenos Aires para participar en una manifestación. Entretanto, Citarella realiza un minucioso recorrido por la capital de la región pampera a partir de unas panorámicas que ponen en relieve la conflictiva arquitectura de la ciudad, combinando imágenes de edificios de la clase acomodada con otras de las zonas más pobres; un choque entre dos realidades que culmina, justo después de mostrarse el título de la película, con un barrido horizontal que pone en primer plano el rostro de los manifestantes y certifica la vocación etnográfica del relato. El tono documental de la primera parte se encuentra siempre amenazado por una extrañeza que se cuela, en primera instancia, a través de la banda de sonido y del propio montaje, para seguidamente pervertirse, pasar a ser otra cosa distinta, inclasificable, entre la realidad y la ficción, entre el delirio y la pesadilla, con la aparición del personaje de Max, una especie de chamán o curandero que facilita la convivencia entre ambos extremos.

Esas tensiones, acentuadas por el grano de la imagen filmada en Súper 16mm, son depuradas en sendas escenas musicales ―diegética la primera de ellas, como parte de las rutinas del grupo de buscavidas encabezado por Laura; alucinada y perfectamente coreografiada la segunda, ruptura definitiva de una película que se sumerge sin remedio en el infinito y estúpido limbo que separa el cine de ficción del documental― que llevan a otra dimensión la experimentado por Laura Citarella en La mujer de los perros. La enfermedad que aqueja a la protagonista y sus continuos chequeos médicos, esa fiebre que no cesa y que rima involuntariamente con la actual pandemia, conducen a Trenque Lauquen hacia la oscuridad de la noche, a un punto en el que el tiempo se detiene y las imágenes se revelan ante nuestra mirada con toda su inocencia y pureza; una dimensión descontrolada en la que ni siquiera las habilidades de Max pueden aliviar los síntomas de Laura ni proteger a Buenos Aires de una lluvia torrencial

Del baile de sombras y siluetas del tramo final y la iluminación imposible de ciertos planos regresamos a la realidad socioeconómica de Argentina, al desolador pero visualmente complejo retrato de una ciudad donde su cartografía ha hecho aún más patentes las desigualdades sociales y la huella del capitalismo es imborrable. Pero Trenque Lauquen se sitúa siempre del lado de las personas, y Citarella trabaja con la propia materia cinematográfica con la dedicación y el esfuerzo de los trabajadores de los puestos ambulantes o la de los espías literatos de Ostende. Porque incluso en la más cruel de las realidades todo ser humano merece tomarse un respiro musical, una danza liberadora a la que, por qué no, podrían sumarse hasta los muertos. Aquí todo es posible y el cine social también puede serlo de esta manera. Y un paneo vertical puede acercarse a recorrer en su totalidad una de las ciudades más accidentadas del mundo.

Festival de San Sebastián 2022: Triangle of Sadness

Triangle of Sadness es una película que se sigue entre la perplejidad y el desconcierto. Por esa misma razón, supongo, desde la crítica se ha querido interpretar como una especie de redención por parte de Ruben Östlund. Sin entrar a valorar las intenciones del cineasta ―cabría si acaso preguntarse hasta qué punto es consciente de ellas él mismo―, pongo en seria duda que el simple hecho de poner el foco en personajes ancianos al borde de la muerte y en su cotidianidad baste para hablar en esos términos de una obra cuyas formas remiten inequívocamente a su creador. La relación entre sus dos protagonistas y el propio tono del relato muy pronto se ven dominados por una caprichosa pantalla partida que no es sino seña de identidad de Östlund, así como por la dinámica y arbitraria planificación, la elección del cromatismo y el desequilibrado montaje que alterna cortes y continuos cambios de distancia y perspectiva en las conversaciones con planos de larga duración para seguir a los personajes. Todas las elecciones fuerzan la conversión del material más humano con el que ha trabajado nunca en un distante ejercicio de estilo.

Es por todo ello que, antes que un lavado de imagen de su figura autoral, Triangle of Sadness se configura como la puesta en imágenes o la expresión artística del incipiente conflicto entre las obsesiones del Östlund pretérito y presente con otras que se presupone llegarán en algún momento.  Sin perder su personalidad, con todo lo que ello implica; pero también ―o quizás por eso mismo― incapaz de ahondar demasiado en lo estimulante y aterrador que resulta visualizar de manera ficcionada el fin de dos figuras míticas del séptimo arte como Harris Dickinson y Charlbi Dean. Porque, pese a no prestarse en exceso a los dramatismos previsibles, detalles como ese hijo heroinómano ―más que probable alter ego del cineasta― o la delectación a la hora de filmar algunos de los últimos pasos de sus personajes ―más innecesaria dada la distancia clínica con la que se habían registrado hasta entonces― repercuten negativamente en este relato sobre la vejez, que por lo demás tampoco apuntaba ningún tipo de excelencia ni interés más allá de la anécdota.

Que Triangle of Sadness sea la película más humana de Ruben Östlund ―sería más apropiado referirnos a ella como la menos inhumana― no significa que sea una justa y digna aproximación a las problemáticas de la vejez ni que haya que entenderla como una apropiada reflexión sobre la muerte. De hecho, la propuesta queda ahogada por su propio concepto, y ni siquiera queda justificado el empleo de la polivisión cuando, en el tramo final, se adoptan dos decisiones que desechan toda la funcionalidad narrativa que, en un improbable acto de fe, se le podían atribuir a su utilización. La película más humana de Ostlund, ni es mejor que el resto ―al menos no significativamente― ni destaca por su humanismo en cualquier contexto que no sea el de su filmografía; es, sencillamente, una nueva exhibición de ego autoral que descoloca por distanciarse en lo referente al contenido de la sordidez de su obra anterior. Su largo metraje se digiere con la misma facilidad con la que olvidaremos que el amigo Ruben tuvo una vez la deferencia de hacer una película sobre personas

Festival de San Sebastián 2021: Petite maman

A través de un sumamente equilibrado y extenso en duración plano en movimiento observamos a una niña despedirse de tres ancianas en lo que suponemos es una residencia de mayores. El plano cogotero se abre lo suficiente para adquirir un significado muy distinto al que tendría en una película cruel, en un subproducto festivalero, y podemos apreciar, además de la nuca de la pequeña, el peculiar bamboleo que realiza su cuerpo al caminar. Finalmente entra en una cuarta estancia, donde se encuentra con su madre y le pregunta si se puede quedar con un bastón que acaba de agarrar, obteniendo una respuesta afirmativa. Justo a continuación, un corte nos muestra a la madre de espaldas mirando por la ventana; la cámara rectifica con sus movimientos, y cuando al fin encuentra acomodo frente al inmenso ventanal, un zoom out y una suave melodía dan entrada al título de la película.

En la siguiente escena vemos la representación misma de la despedida, del adiós, desde el punto de vista infantil. El coche arranca y tiene lugar un bellísimo momento. Mientras la madre conduce, Nelly empieza a comer gusanitos y a compartirlos con ella ―se los introduce en la boca porque sigue al volante― en un hermoso escorzo; la madre sonríe después de que trate de darle sin demasiado éxito un sorbo al zumo que le ofrece, y el plano concluye con los brazos de Nelly rodeando su cuello, en un gesto de pura emoción. En tan solo cinco minutos Sciamma logra condesar la esencia de su nueva película, Petite maman, una muestra de cine prácticamente opuesta a la de su anterior Retrato de una mujer en llamas.
Nos encontramos ante una película de pequeños detalles, que parte de lo íntimo, de lo aparentemente banal, para ir desplegándose poco a poco hacia un todo orgánico. No hay aquí espacio para silencios forzados ni para dilatar innecesariamente la duración de los planos. En esta ocasión se trata de partir de la más absoluta sencillez y de la aparente falta de ambición para fundir varios tiempos en uno solo. Petite maman aborda ese pequeño gran paréntesis que es el duelo mediante la creación de un universo configurado por la mirada infantil; por una mirada inocente e ingenua en primera instancia, que da pie por unos minutos al cuestionamiento de cierto misterio que se genera, pero que bien pronto alcanza una madurez impropia, inesperada para ser la de una niña de ocho años, por lo que el universo de la película se define y acota de forma transparente sin prestarse a juegos narrativos baratos. La ficción permite una convivencia de tiempos y personajes que otro medio tendría muy difícil alcanzar, y la puesta en escena de Sciamma se limita ―¡como si fuera poco!― a contemplar encuentros imposibles sin solución de continuidad, pues, aunque aceptemos que la ficción nos ha propuesto eso, aunque nos lo creamos, tenemos claro que es finito y que, real o figurado, llegará nuevamente el momento de la despedida.

El paréntesis debe cerrarse necesariamente en algún momento, y el trayecto a través de él es una continua lección de equilibrio y contención, de partir del detalle, del gesto, para alcanzar una cierta realidad. Eso es posible porque la cámara parece situarse en todo momento a la altura y en la posición adecuadas, como parecen serlo de una u otra manera todas las decisiones tomadas en Petite maman. Incluso la utilización de un arriesgado inserto musical resulta excepcional. Todo gracias al dominio que muestra la directora de todos los aspectos de su película, al tono que le imprime y, sobre todo, a su empeño en respetar el movimiento de los cuerpos en el encuadre, a dejar que sean sus actrices el motor de la narración. Los abrazos en esta película no significan lo mismo que los de Un monde o los de Unclenching the Fists; incluso podría decirse que aquí no significan nada, pues no surgen como respuesta a ninguna acción ni buscando una reacción concreta por parte del espectador, simplemente acompañan la emoción pura que, como señalaba en los primeros párrafos, se había logrado instaurar hábilmente en las escenas iniciales.

Festival de San Sebastián 2021: Sección Oficial (1)

Como vengo haciendo de una u otra forma desde que cubro el Festival de San Sebastián, voy a tratar de hacer un repaso de la Sección Oficial dejando a un lado su polémico palmarés. Polémico e irrelevante, pues a estas alturas no debería sorprender a nadie que las películas premiadas en el Zinemaldia tengan un impacto mediático prácticamente nulo. Ser premiada en este festival ni siquiera garantiza un estreno en salas a nivel nacional, por lo que los ridículos enfados de personajes de la crítica ya mayorcitos para llamar la atención serán olvidados con la misma facilidad que la mayoría de películas a concurso ―independientemente de su calidad y de si llegan o no a estrenarse―. Lo crean o no, las mujeres ―aunque hasta bien poco parecía imposible― tienen el mismo derecho que los hombres a hacer películas malas u olvidables y a recibir premios por ellas. Y los jurados de los festivales, como siempre, tienen el mismo derecho que siempre a errar en el reparto de galardones y a desbaratar cualquier predicción razonable. En la línea de lo que comentaba, dos semanas después de la conclusión del certamen, las tres películas mejor tratadas por el jurado ―Blue Moon, As in Heaven y Earwig― no han encontrado distribuidora en nuestro país. Es para hacerse unas cuantas preguntas y obligarse a encontrar alguna respuesta lógica que permita hacer justicia a lo que, no olvidemos, sigue siendo un festival de Clase A.

Una vez os he aburrido con un análisis vago y deslavazado de la Sección Oficial, quiero acercarme de forma breve y personal a buena parte de las películas vistas en el marco de la competición, haciendo comentarios de muy diverso cariz y bastante específicos. Vamos a por ello, de momento con las tres películas que más me convencieron de la sección:

Está bien empezar por Benediction, una de las ―con razón― favoritas de la crítica y justa ganadora del premio al mejor guion. Soy de la opinión de que la película merecía mucho más en el palmarés, pero veo interesante tratar de entender por qué ha recibido un galardón que a priori no parece el más apropiado para una película así de contundente. Puede que nos encontremos ante la obra más ambiciosa de Terence Davies y, quizá por eso mismo, ante una de las más fallidas. A su contención y precisión habituales hay que añadirles la reiteración en el uso de ciertos recursos visuales y narrativos, elementos muy potentes y atractivos que no resultan tan significativos en su repetición sistemática. Pero Benediction puede permitirse rozar el naufragio en algunos puntos y lucir orgullosa la fragilidad de sus imágenes: el tramo inicial de la película y los apropiados insertos de material de archivo de la I Guerra Mundial, en consonancia con la muy próxima objeción de conciencia por parte de su protagonista y su puesta en imágenes, se configuran como uno de los alegatos antibelicistas más sinceros del cine reciente. Por no hablar de la sensibilidad con que se la muestra la influencia de la guerra en el desarrollo de su protagonista, tanto a nivel inmediato como, especialmente, en el último período de su vida. Ojalá todas las películas endebles lo fueran de esta manera, tan vivas y emocionantes en su fragilidad. En cierto modo, y probablemente como una simple pero contundente muestra de genio, de saber ―y querer― hacer, Davies contradice aquí todas esas palabras vertidas sobre su cine que lo criticaban por su frialdad o rigidez. No hay que confundir el dominio de la puesta en escena, la concreción en el punto de vista y en la planificación, con la rigidez. 


En un palmarés donde han reinado las películas dirigidas por mujeres y ellas mismas en primera persona, sorprende la total ausencia de una propuesta como Camila saldrá esta noche. Sorprende, más que por ser una película notable en lo descriptivo y por la capacidad de Inés María Barrionuevo de comprender a sus personajes, por la frontalidad con la que trata un tema como el feminismo. No es que pretenda hablar de la lucha feminista, sino que directamente filma y monta desde la aceptación de una realidad feminista, la realidad de unos personajes que actúan desde el feminismo incluso en el contexto de una escuela privada. Y eso no es algo que ocurra muy a menudo, acostumbrados a un cine contemporáneo que mercantiliza las causas sin reparo y las utiliza antes como medio que como fin. El feminismo es algo intrínseco a Camila saldrá esta noche, y por ello me ha sorprendido leer críticas negativas aludiendo a su “militarismo”. Seguramente vengan de los mismos que justifican cualquier cosa en el cine, cualquier representación o posicionamiento moral, porque en la ficción todo vale. Pero la película de Barrionuevo cuenta con un inteligente trabajo de cámara que acompaña a su protagonista en un viaje que en esta ocasión no es de autodescubrimiento, sino de simple reafirmación de sus convicciones. Como realmente no hay enseñanzas, solo descripción de hechos y problemáticas, el tramo final pierde fuerza, se atasca un poco al no dirigirse hacia una conclusión (pre)determinada. Parece que el cine de gestos bonitos y sentimientos positivos (sin que esta película sea tampoco un caso paradigmático de ello) no tiene cabida en un palmarés como el de San Sebastián. Igual Inés María Barrionuevo debería haber cambiado la marcha verde Argentina por un atentado terrorista para que la tuvieran en cuenta. Pero, afortunadamente, no todo el cine se hace pensando en los premios y en las polémicas.


También me apena el ninguneo a Vous ne désirez que moi, pero en este caso no es motivo de sorpresa. Gustos y subjetividades aparte, no es de justicia despreciar la película de Claire Simon diciendo que no es cine o que es teatro filmado. Podríamos empezar preguntándonos qué es el cine, y si alguien tiene la respuesta, o por lo menos la capacidad o las ganas de argumentar por qué esta película no lo es, igual podría dar por válida una sentencia tan vaga y a la fuerza irreflexiva. ¿Es la palabra incompatible con el cine? ¿Por qué no iba a poderse vertebrar una película a partir de la palabra, de unos testimonios reales que antes que escritos fueron verbalizados? ¿Qué hay más cinematográfico que darle voz y ponerle rostro a algo de lo que no queda ningún registro visual? Vous ne désirez que moi, con sus imprecisiones y con la siempre difícil tarea de trasladar cualquier parte de la vida de Marguerite Duras a la pantalla de cine ―en este caso, además, sin rendirle un tributo exagerado dada la naturaleza del material―, brilla y fascina en su tratado sobre la filmación de la palabra y, más aún, del arte de escuchar, de comprender, de querer saber. Se me ocurren pocas cosas más cinematográficas que decidir cuándo se muestra el rostro del emisor y cuándo el de su interlocutor, a través, en este caso, del montaje cinematográfico ―bien mediante el plano-contraplano, bien con el propio montaje interno y los movimientos de cámara que permutan de un rostro a otro―. Todo ello con la inteligencia de Swann Arlaud y Emmanuelle Devos y el sugerente trabajo fotográfico de Céline Bozon.


Festival de San Sebastián 2021: El gran movimiento

Me senté en mi comodísima butaca asignada aleatoriamente de Tabakalera ―indiscutiblemente la mejor sala que haya pisado jamás― con ganas de ver El gran movimiento pero sin demasiadas expectativas. Viejo calavera, el primer largometraje de Kiro Russo, apenas logró interesarme pese a retratar de forma sugerente e hipnótica la comunidad minera de Chuachuani. Minutos más tarde, el cineasta concluyó la presentación de la película con una frase tan decididamente lolesca”espero que disfruten de este CINE que van a ver”― que mi mente automáticamente decidió el tuit que escribiría al salir de la sesión ―”El gran movimiento es un kiro y no puedo”―. Pensé que había que ser muy sinvergüenza para referirse en esos términos a la película de uno mismo, pero ahora el sinvergüenza soy yo, escribiendo este texto para intentar hacer justicia a una obra que se inscribe en la trayectoria misma del séptimo arte para atravesarla de arriba abajo ―y de abajo arriba al mismo tiempo― y demostrar que, afortunadamente, en el cine está todo por decir.

Elder Mamani y algunos de sus colegas pierden su trabajo como mineros en Huanani y emprenden un viaje de siete días a pie hasta La Paz para participar en una manifestación. Entretanto, Russo realiza un minucioso recorrido por la capital boliviana a partir de unas panorámicas que ponen en relieve la conflictiva arquitectura de la ciudad, combinando imágenes de edificios de la clase acomodada con otras de las zonas más pobres; un choque entre dos realidades que culmina, justo después de mostrarse el título de la película, con un barrido horizontal que pone en primer plano el rostro de los manifestantes y certifica la vocación etnográfica del relato. El tono documental de la primera parte se encuentra siempre amenazado por una extrañeza que se cuela, en primera instancia, a través de la banda de sonido y del propio montaje, para seguidamente pervertirse, pasar a ser otra cosa distinta, inclasificable, entre la realidad y la ficción, entre el delirio y la pesadilla, con la aparición del personaje de Max, una especie de chamán o curandero que facilita la convivencia entre ambos extremos.

Esas tensiones, acentuadas por el grano de la imagen filmada en Súper 16mm, son depuradas en sendas escenas musicales ―diegética la primera de ellas, como parte de las rutinas del grupo de buscavidas encabezado por Elder; alucinada y perfectamente coreografiada la segunda, ruptura definitiva de una película que se sumerge sin remedio en el infinito y estúpido limbo que separa el cine de ficción del documental― que llevan a otra dimensión la experimentado por Kiro Russo en Viejo calavera. La enfermedad que aqueja al protagonista y sus continuos chequeos médicos, esa fiebre que no cesa y que rima involuntariamente con la actual pandemia, conducen a El gran movimiento hacia la oscuridad de la noche, a un punto en el que el tiempo se detiene y las imágenes se revelan ante nuestra mirada con toda su inocencia y pureza; una dimensión descontrolada en la que ni siquiera las habilidades de Max pueden aliviar los síntomas de Elder ni proteger a La Paz de una lluvia torrencial

Del baile de sombras y siluetas del tramo final y la iluminación imposible de ciertos planos regresamos a la realidad socioeconómica de Bolivia, al desolador pero visualmente complejo retrato de una ciudad donde su cartografía ha hecho aún más patentes las desigualdades sociales y la huella del capitalismo es imborrable. Pero El gran movimiento se sitúa siempre del lado de las personas, y Russo trabaja con la propia materia cinematográfica con la dedicación y el esfuerzo de los trabajadores de los puestos ambulantes o la de los mineros de Viejo calavera. Porque incluso en la más cruel de las realidades todo ser humano merece tomarse un respiro musical, una danza liberadora a la que, por qué no, podrían sumarse hasta los muertos. Aquí todo es posible y el cine social también puede serlo de esta manera. Y un paneo vertical puede acercarse a recorrer en su totalidad una de las ciudades más accidentadas del mundo. 

PD: Te Kiro mucho, Russo.

Festival de San Sebastián 2021: Vortex

Vortex es una película que se sigue entre la perplejidad y el desconcierto. Por esa misma razón, supongo, desde la crítica se ha querido interpretar como una especie de redención por parte de Gaspar Noé. Sin entrar a valorar las intenciones del cineasta ―cabría si acaso preguntarse hasta qué punto es consciente de ellas él mismo―, pongo en seria duda que el simple hecho de poner el foco en personajes ancianos al borde de la muerte y en su cotidianidad baste para hablar en esos términos de una obra cuyas formas remiten inequívocamente a su creador. La relación entre sus dos protagonistas y el propio tono del relato muy pronto se ven dominados por una caprichosa pantalla partida que no es sino seña de identidad de Noé, así como por la dinámica y arbitraria planificación, la elección del cromatismo y el desequilibrado montaje que alterna cortes y continuos cambios de distancia y perspectiva en las conversaciones con planos de larga duración para seguir a los personajes. Todas las elecciones fuerzan la conversión del material más humano con el que ha trabajado nunca en un distante ejercicio de estilo. 


Es por todo ello que, antes que un lavado de imagen de su figura autoral, Vortex se configura como la puesta en imágenes o la expresión artística del incipiente conflicto entre las obsesiones del Noé pretérito y presente con otras que se presupone llegarán en algún momento.  Sin perder su personalidad, con todo lo que ello implica; pero también ―o quizás por eso mismo― incapaz de ahondar demasiado en lo estimulante y aterrador que resulta visualizar de manera ficcionada el fin de dos figuras míticas del séptimo arte como Dario Argento y Françoise Lebrun. Porque, pese a no prestarse en exceso a los dramatismos previsibles, detalles como ese hijo heroinómano ―más que probable alter ego del cineasta― o la delectación a la hora de filmar algunos de los últimos pasos de sus personajes ―más innecesaria dada la distancia clínica con la que se habían registrado hasta entonces― repercuten negativamente en este relato sobre la vejez, que por lo demás tampoco apuntaba ningún tipo de excelencia ni interés más allá de la anécdota.

Que Vortex sea la película más humana de Gaspar Noé ―sería más apropiado referirnos a ella como la menos inhumana― no significa que sea una justa y digna aproximación a las problemáticas de la vejez ni que haya que entenderla como una apropiada reflexión sobre la muerte. De hecho, la propuesta queda ahogada por su propio concepto, y ni siquiera queda justificado el empleo de la polivisión cuando, en el tramo final, se adoptan dos decisiones que desechan toda la funcionalidad narrativa que, en un improbable acto de fe, se le podían atribuir a su utilización. La película más humana de Noé, ni es mejor que el resto ―al menos no significativamente― ni destaca por su humanismo en cualquier contexto que no sea el de su filmografía; es, sencillamente, una nueva exhibición de ego autoral que descoloca por distanciarse en lo referente al contenido de la sordidez de su obra anterior. Su largo metraje se digiere con la misma facilidad con la que olvidaremos que el amigo Gaspar tuvo una vez la deferencia de hacer una película sobre personas.


Festival de San Sebastián 2019: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Patrick y Pacificado

Después de que en la edición de 2016 del Zinemaldia reseñara prácticamente al completo ―aún no sé muy bien por qué razón; supongo que influyó una situación personal que no invitaba a escribir desde la pasión y sí desde la pereza― la nefasta Sección Oficial del certamen, esta es la tercera edición consecutiva en la que he decidido observarla desde la mayor distancia posible, esquivando algunos títulos y dedicándole el menor tiempo posible a su análisis. Sin embargo, creo que ha llegado el momento de poner en perspectiva la evolución ―o el estancamiento― de la sección “estrella” del festival. Es probable que ninguna de estas tres últimas ediciones haya tenido un nivel medio tan abochornante como la mencionada, pues hay que reconocer que no se ha repetido aquello de que más de la mitad de las películas a competición fueran de vergüenza ajena ―La doctora de Brest, American Pastoral, As You Are, The Oath, Rage, Jesús, The Giant, Orpheline y Playground―. Pero recordemos también los cinco mejores títulos de aquella edición: Lo tuyo y tú, Nocturama, Que Dios nos perdone, El invierno y La reconquista. No se me ocurre un solo título de la presente Sección Oficial que está a la altura de los citados, por lo que cabría hacerse una serie de preguntas: ¿preferimos una selección completamente irrelevante e intrascendente, o una en la que sobresalgan una serie de obras de entre un terrible y emponzoñado vertedero? ¿Es positivo para el festival prescindir de autores de renombre, cosa que se viene acentuando año tras año, hasta el punto de tener como cabezas de cartel a Guillaume Nicloux y Malgorzata Szumowska con probablemente los peores trabajos de sus respectivas filmografías? Antes de finalizar este párrafo introductorio, me gustaría añadir que escribiendo estas líneas he recordado que la Sección Oficial de 2017 no fue mucho mejor que la de 2016, por lo que se refleja de forma más que evidente que la equilibrada ―y nada más que eso― selección de la edición pasada fue un claro y doloroso espejismo.

La Sección Oficial de la 67ª edición del Zinemaldia quedará marcada por un palmarés del todo deficitario ―si bien éste nunca fue un fiel indicador del nivel de la competencia―, donde el jurado decidió ningunear a las dos únicas películas en cuya concepción se atisba la intención de aportar algo: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de José Luis Torres Leiva y Patrick, del debutante Gonçalo Waddington. La primera era más que evidente que no contaba para los premios, y su inclusión a concurso sólo se explica en forma de favor o recompensa al cineasta chileno, un habitual de las secciones paralelas del festival. Sin negar lo fallido de la propuesta, en la que el director nunca parece ser consciente de sus limitaciones, encontramos un extraordinario uso del cinemascope para acompañar a la pareja protagonista en los últimos días de una de ellas, víctima de una enfermedad. Algo así como una versión de Morir dirigida por una persona normal, con buen gusto, tacto y sensibilidad y no por un verdadero psicópata. También se agradece el riesgo que suponen sus digresiones, de carácter artístico y realmente poético, que certifican el gusto de Torres Leiva por deslizar la cámara por los cuerpos de sus personajes, y que en su tratamiento ponen de relieve su interés en privilegiar los rostros de sus protagonistas, que adquieren una fuerza y una presencia que no encontramos en sus pequeñas fugas narrativas.

El caso de Patrick es bien distinto, pues se trata de una de esas óperas primas o segundas películas que son programadas en Sección Oficial en lugar de en New Directors. Y cada vez empieza a estar más claro que la decisión de programar en uno u otro sitio tiene más que ver con los temas a tratar que con el verdadero valor de la obra en cuestión. No obstante, se podría decir que el debut de Gonçalo Waddington cumple ambos requisitos. Patrick, tan mal recibida por la crítica como la cinta de Torres Leiva, es una producción de O Som e a Fúria sobre un adolescente que fue secuestrado doce años atrás, pero dejando todo su pasado fuera de campo. Lo que vemos no es más que un pequeño prólogo y su regreso al hogar familiar, donde tendrá que reencontrarse con una serie de lugares y personas, readaptarse, en definitiva, y en el que se genera un clima de incertidumbre que invade al espectador aún más que al propio personaje. Y ahí reside el principal logro de la película: ese misterio se adueña de la pantalla y Waddington se recrea en lentas y gozosas panorámicas de un paisaje y un entorno en el que de vez en cuando se cuela el rostro del protagonista, haciéndonos partícipes de un interesantísimo juego con la mirada, con su capacidad de descubrimiento y con el simple placer de observar. Desgraciadamente, todo lo bueno de Patrick se encuentra en ese tramo central que tanta gente criticó por su lentitud y parsimonia, pero que es la razón de una ser de un filme que coquetea levemente con el efectismo más tontorrón en los minutos iniciales y que lo abraza inexplicablemente en su desenlace, a partir una llamada en la que se verbaliza con pelos y señales ese interesantísimo fuera de campo al que nos referíamos antes.

Dos títulos interesantes, destacables, hasta cierto punto relevantes, que en ningún caso sirven para justificar toda una Sección Oficial marcada por la irrelevancia; una irrelevancia que recordaremos mucho tiempo por la triple recompensa otorgada a Pacificado ―y que rompió con la norma no escrita, basada en la costumbre, de que la ganadora de la Concha de Oro no reciba otros premios secundarios―, una película anticlimática en el peor de los sentidos, incapaz de profundizar con un mínimo de tino en ninguno de los aspectos que trata directa o tangencialmente. Paxton Winters intenta abarcar demasiado y obtiene como resultado una radiografía hueca, realmente mal escrita y con contados aciertos en el plano visual: concretamente cuando los personajes salen del cuadro y el paisaje se vuelve protagonista, cuando la torpe y desequilibrada narración se toma un respiro en su inapelable huida hacia adelante. 


Festival de San Sebastián 2019: Retrato de una mujer en llamas y La verdad

Nuestra cobertura de la 67ª edición del Zinemaldia arranca con una crónica dedicada a la sección más glamurosa y menos estimulante de la muestra donostiarra, conocida por todos como Perlas. No obstante, y para no perder la costumbre, en ella se reúnen muchas de las películas más esperadas del año, entre las que se encuentran las dos obras de las que hablaremos en este texto.

Aunque sólo logró hacerse ―de forma incomprensible― con el premio al mejor guion, Retrato de una mujer en llamas fue una de las películas más celebradas en la pasada edición de Cannes y posiblemente la que mejor acogida crítica obtuvo. No nos engañemos, podemos entenderlo: Céline Sciamma cuida al máximo cada uno de sus detalles, desde los gestos más pequeños hasta la composición visual en su más vasta concepción, haciendo del visionado una experiencia pictórica, un reposado viaje al surgimiento mismo del amor. Una pintora (Noémie Merlant) recibe el encargo de retratar a una joven (Adèle Haenel) a quien le están buscando un marido para su inminente casamiento, pero debe hacerlo sin que ésta sea consciente de ello, por lo que frente a ella actuará como su vigilante, su compañera de paseo ―poquísimo dura el posible interés del suicidio de la hermana de la joven, cuyo salto por un acantilado es el motivo de que necesite ser vigilada, no vaya a repetirse la catástrofe―. Diríase que nos encontramos ante una obra que habla de la mirada, del deseo que surge a partir del acto mismo de mirar, pero la puesta en escena nunca está a la altura de un planteamiento que en más de una ocasión requiere de su verbalización para ganar en fuerza y profundidad. El gesto, el detalle, en esta ocasión se queda en mera impostura, en una simple y desesperada búsqueda de lo bello y de lo trascendente sin tener verdaderamente el valor o la capacidad de hacerlo real, de conseguir que las imágenes hablen por sí solas más allá de la mera exposición superficial. Queda preguntarse qué sería de esta película, de su aceptación, sin las extraordinarias interpretaciones de sus dos actrices protagonistas. El plano final bien serviría para enunciar y resumir todos los problemas del filme en un par de minutos.

Por su parte, el japonés Hirokazu Koreeda inauguró la reciente edición del Festival de Venecia con La verdad, su primer proyecto lejos del país asiático. Sorprende, por encima de todo, la capacidad de adaptación del cineasta, la facilidad con la que ha asimilado toda la herencia del cine francés para crear una producción más cercana a la obra de Arnaud Desplechin que a cualquiera de sus anteriores películas. Y, a pesar de todo, siendo perfectamente reconocible, narrando con su característico tono amable una serie de encuentros quizá más graves de lo habitual en su obra, en lo que se descubre como un verdadero retrato generacional en el seno del propio cine ―no por casualidad se pasean por la pantalla al menos tres generaciones de actrices francesas: Catherine Deneuve, Juliette Binoche y Ludivine Sagnier―. La protagonista de Belle de jour interpreta aquí a una extensión de su propia estrella cinematográfica, y Koreeda se centra en la relación entre ella y sus allegados, especialmente con su hija, que acude a la casa familiar para acompañar a su madre en la presentación de su nuevo libro, que por lo visto parece estar plagado de mentiras, de construcciones. Y es de eso de lo que viene a hablarnos la película: de un juego de espejos en el que cada cual (re)construye su propia realidad, y que recuerda a los últimos trabajos de Olivier Assayas ―especialmente a Dobles vidas y Viaje a Sils Maria―. La verdad peca de no conjugar del todo bien su amabilidad con la seriedad de los hechos, con la gravedad del asunto, y algún que otro personaje ―el de Ethan Hawke― nunca llega a integrarse debidamente en el relato ―aunque, casualmente, sea el único que no logra comunicarse en la lengua (pre)dominante―. Sin embargo, lo más interesante de la obra es la textura de la imagen y la construcción de algunas escenas, concretamente aquellas de componente metacinematográfico, que ponen en muy buen lugar el trabajo de Eric Gautier como director de fotografía ―colaborador habitual de Olivier Assayas y Arnaud Desplachin, también casualmente―.