Pozoamargo - Volver a empezar
Dividir una obra cinematográfica en dos partes perfectamente diferenciadas conlleva mucho riesgo, más del que uno podrÃa imaginarse en un primer momento. Aún más arriesgado es si el paso de un segmento a otro está marcado por un cambio en el color de la imagen. Asà las cosas, pasamos del color inicial, que potencia el inevitable costumbrismo de la España más profunda, al blanco y negro de la segunda mitad, que establece incontables metáforas visuales con las sombras y anticipa un pronunciado onirismo durante su prolongada estancia. Ahà es donde radica el principal problema de Pozomargo, la nueva pelÃcula de Enrique Rivero -ganador del Leopardo de Oro en Locarno con Parque vÃa, su ópera prima-, en la obviedad del uso de algunos elementos en el segundo segmento, el mismo que está fotografiado en blanco y negro. De la sutil elipsis, elegante a la hora de aportar algo narrativamente, pasamos al trazo obvio de la metáfora, que además tiende a repetirse en no pocas ocasiones.
Cuando Jesús se entera de que sufre una enfermedad venérea y se la acaba de transmitir a su mujer embarazada, decide dejar atrás el mundo en el que hasta entonces habÃa vivido. Incapaz de afrontar la situación, huye a Pozoamargo, un pueblo castellano situado en las entrañas de la España profunda; un lugar en el que pueda empezar de cero sin tener que rendir cuentas con nadie, si acaso con su propia sombra y el peso de la culpa con el que carga a sus espaldas. Son bastante representativas las dualidades que se crean en la cinta, como el ya mencionado cambio de color o el contraste entre los personajes de Jesús Gallego y Natalia de Molina, una joven que busca la liberación contándole su vida a desconocidos e incluso manteniendo relaciones sexuales con ellos. Su personaje surge como una paradoja del ambiente rural, pero quizá también para establecer una analogÃa inversa con la culpabilidad de Jesús. ¿Son las relaciones sexuales una manera de redimirse para ambos? Afortunadamente, Pozoamargo es una cinta que dice mucho más a través de las imágenes que con las palabras, asà que el espectador activo deberá encontrar su propia respuesta a las preguntas que se van planteando.
En su primera mitad, la pelÃcula de Rivero se asemeja al estilo de algunos cineastas como Carlos Reygadas -compatriota mexicano- e incluso Michael Haneke. Quizá como forma de dotar de personalidad a su trabajo, en la segunda mitad toma el riesgo de seguir un camino espiritual que no le beneficia en absoluto. A pesar de que la idea es notable, por eso de representar una especie de salvación (quizá serÃa más adecuado hablar de aceptación) a su manera -como si de la más oscura de las pesadillas se tratase-, la ejecución es torpe por evidente, obvia y reiterativa. Los logros de la primera mitad, que retrata a la perfección la aridez de un territorio y la sordidez de un personaje abandonado a su suerte, se minimizan pero no se eliminan. Sin embargo, es inevitable salir de la sala con un sabor agridulce, conscientes de que nos encontramos ante la obra de un autor muy interesante. El Via Crucis de Jesús (la interpretación de Jesús Gallego es notable) culmina de forma contundente, pero para entonces servidor ha desconectado y el impacto no se puede medir de la misma manera.