San Sebastián 2018: El reino

lunes, octubre 08, 2018 0 Comments A+ a-

A estas alturas se ha escrito mucho –y seguro que muy bueno– sobre El reino, por aquello de haber sido estrenada en cines y por tratarse de una de las apuestas más fuertes de la cosecha nacional en 2018. De lo que no se ha escrito demasiado es de lo contradictoria que resulta en tanto película sobre la corrupción política en nuestra querida España. Quiero decir, que Cristina Cifuentes publique una foto con Antonio de la Torre en redes sociales deshaciéndose en elogios hacia la cinta debería, cuando menos, sembrar la duda. Y, por lo poco que he tenido ocasión de leer, ese gesto ha sido recibido como algo natural; tan natural como que un partido archiconocidamente corrupto salga una y otra vez como el más votado por los ciudadanos.


Aunque por aquí estamos totalmente en contra de la nada reflexiva y facilona solución de culpar a los ciudadanos, más propia de los gobernantes que de un cineasta, la idea más abyecta del filme se basa en ese peligroso principio: una vuelta mal dada es escenificada de tal manera –mediante planos detalle y primeros planos del rostro del ladrón– que sitúa a la gente de a pie a la misma altura que al protagonista o a cualquiera de sus compañeros de partido. Después de ese detalle, digno del peor Ruben Östlund, y de las múltiples ocasiones en que se trata de reforzar de un modo u otro el argumento de que todo está podrido –se hace referencia en más de una ocasión al sistema como mal endémico y origen de todo, así como, pese a la renuncia expresa de poner nombre y apellidos al partido implicado y a la Comunidad Autónoma en que se desarrolla la trama, se pone en boca de un personaje un precioso “hay gente de todos los partidos” al revisar una de esas famosas libretas incriminatorias–, o de que, a fin de cuentas, los políticos también son seres humanos, resulta poco coherente que el retrato criminal de los mismos alcance incluso el asesinato. Lo más lógico es pensar que todos los giros del guion están confeccionados por y para el thriller, y que el realismo y la mordacidad de algunos momentos no son otra cosa que un vehículo para que funcione a la perfección esa película de ritmo adrenalínico que quiere ser El reino, situándose así la forma –en el sentido más amplio del término– por encima de cualquier discurso, hasta el punto de lograr que este acabe anulándose a sí mismo.


El reino es poseedora un aparato formal de lo más llamativo, y así se encarga de hacérnoslo saber desde su primera escena: un largo y hasta cierto punto virtuoso travelling de seguimiento que, al ritmo de una machacona música electrónica de uso indiscriminado a lo largo del metraje, nos sitúa en una amistosa comida de celebración de los miembros del partido en un restaurante costero. Otro de los problemas de su discurso, o quizá más bien un síntoma de la superficialidad con que abordan Rodrigo Sorogoyen y su coguionista habitual Isabel Peña el problema de la corrupción, es que en ningún momento intenta estudiar o comprender de qué modo los políticos son víctimas de esa maquinaria que lleva años engrasada, como dice en un momento el personaje interpretado por un desatado Antonio de la Torre. Por lo tanto, no se hace ningún hincapié en el origen de la corrupción, ni siquiera en el modo en que esta afecta a los individuos que la acaban ejerciendo en primera fila. Si en el terreno del thriller esto no tiene por qué ser un problema, en el de película sobre la corrupción se trata de uno de envergadura. Eso sí, para dar rienda suelta a la máquina de la empatía hay un par de escenas a todas luces prescindibles.


Sobra decir que, aunque decepcionante en la mayoría de aspectos, el tercer largometraje de Sorogoyen en solitario cuenta con algunos méritos de entidad. Construida desde el principio a base de largos planos en movimiento y de conversaciones muy mal planificadas en cuanto el arte del montaje entra en juego, la película se libera por completo en su último tramo, cuando el camino de supervivencia a seguir por el corrupto protagonista se vuelve más peligroso y, por ende, espectacular. El plano secuencia pasa a ser desde ese momento el eje angular sobre el que pivota la narración, y las limitaciones escénicas del cineasta madrileño se convierten en una simple anécdota, que demuestra manejarse mucho mejor en el disparate y la grandilocuencia que en ese falso y forzado naturalismo del que tanto le gusta hablar. Después de un tramo trepidante y vertiginoso, ya sin ataduras políticas y sin la más mínima posibilidad de profundizar, la escena de cierre reafirma las contradicciones discursivas de un filme blando y superficial: un violento y efectista intercambio de opiniones en un directo televisivo entre Bárbara Lennie y Antonio de la Torre. No por casualidad ambos discursos fueron fervientemente aplaudidos por los acreditados presentes en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián, creando una indignante sensación de ambigüedad. Si el poder protege al poder, a Sorogoyen no parece incomodarle mucho. ¡Que viva Atresmedia!

PD: Albert Rivera ha publicado este maravilloso tweet mientras escribía el texto.